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Jewish Tours Argentina

El rastro de la sangre
por YEZID ARTETA DÁVILA
A los victimarios de mi padre quiero decirles que llevo mucho tiempo
preparándome para perdonarlos, dijo un joven caribeño en un foro de víctimas
en el exterior.
Yezid Arteta. Yezid Arteta.
Comiendo en un restaurante me he cortado la lengua al morder las carrilleras
del cerdo y desde entonces no he parado de sangrar. Es invierno y el viento
de tramontana hiere sin clemencia los acantilados de la Costa Brava. Llevo
más de media hora sangrando y viene a mi cabeza la muerte de la espléndida
Nena Daconte durante un violento invierno en París a causa de una espina de
rosa que le pinchó un dedo durante su luna de miel con el cadenero Billy
Sánchez.
He llegado hasta Portbou a celebrar mi cumpleaños en solitario y ver qué
rumbo tomar. Qué hacer con mi vida. En una pensión de este pueblo pirenaico
puso fin a su vida el gran pensador del siglo XX Walter Benjamin, mediante
una potente dosis de morfina, para evitar que sus carnes y su pensamiento
fueran llevados por los agentes de la Gestapo hasta un campo de exterminio
nazi. Sucedió en el otoño de 1940. Un mes más tarde, Hannah Arendt fue a
visitar la tumba de su amigo Walter Benjamin.
Abrigándome con una chaqueta, un gorro y unos guantes me dirijo hasta el
monumento que Dani Karavan hizo "al hombre, al filósofo, al cronista, al
crítico, al partidario de nuevas ideas". Yo mismo estoy en deuda con Walter
Benjamin, respondió cuando le pidieron desde Alemania el diseño de la obra
con poco presupuesto. Para este homenaje el dinero es lo de menos,
sentenció.
Desciendo por las escalas metálicas del monumento hasta chocarme contra una
barrera de cristal duro desde el que se observa el oleaje del Mediterráneo.
El mar me vuelve hasta el Caribe y pienso en aquel día que tomé la decisión
de irme a defender mis ideas con las armas porque un general me explicó,
desde su puesto de mando y luego de un largo interrogatorio a ojos vendados
y sin defensa, que una de las misiones del Ejército era combatir la
ideología marxista. Esto lo expuso con naturalidad. En el tono que emplea un
padre para aconsejar a su hijo. El general era mayor de 50 y yo apenas
cumplía 19 años.
En un reportaje escrito por Gabriel García Márquez para la revista italiana
L'Espresso, en abril de 1977, el nobel confesaba haber visto en sus
escondites a guerrilleros montoneros cambiando pañales o dándoles biberones
a sus hijos mientras debatían sobre táctica y estrategia. En ese mismo
reportaje Gabo le pregunta a Mario Eduardo Firmenich, el hombre más buscado
por los militares argentinos por aquella época, si la dureza de la lucha y
el peligro no terminan por deshumanizar a un combatiente.
Por muy humanistas que sean los fines de una causa, opino desde lejos, la
guerra lleva a los combatientes hasta cierto nivel de deshumanización. La
primera vez que ves morir a un camarada, lloras. A la siguiente muerte, te
lamentas. Luego, siguen más muertos, y desde entonces todo aquello lo asumes
como gajes del oficio o de la causa y terminas creyendo que cada combatiente
forma parte de un engranaje que, como una tuerca o un tornillo, puede ser
relevado cuando se quiebra.
Pero eso no significa que en la memoria sensitiva del combatiente
desparezcan valores como el amor, la piedad, el perdón, la pasión, la
caridad o la justicia. La guerra tiene momentos de pausa y es entonces, en
esas largas noches de silencio que se viven en los campamentos de campaña,
cuando el guerrero recobra su humanidad. Esto sólo lo puede entender un
soldado o un guerrillero. Esos políticos locos que trinan como aves de
guerra no entienden de eso.
Es un trance por el que deben pasar los excombatientes: soldados, policías y
guerrilleros. Si algo queda de humanidad en la inhumana sociedad colombiana,
no estaría mal que ésta obtuviera un consenso político que facilite a los
hombres y mujeres que por distintos motivos echaron tiros para defender o
derrocar al Estado, su vuelta a la normalización social y política. Cuando
ha corrido tanta sangre y por tantos años, las salpicaduras han alcanzado
hasta a los más inocentes.
Varias clases de guerras han sucedido y suceden en Colombia. Ninguna ha sido
o es limpia. Gente que nunca disparó un tiro o empleó un machete para
descuartizar cristianos fue o es más fanática y cruel que los que andan por
allí con la pistola o el cuchillo llevando a la severa práctica lo que otros
pensaban o piensan. En un país como Colombia es posible que esta clase de
fanáticos hagan y apliquen leyes como si no fuera con ellos.
Los testimonios de los soldados y policías que han quedado mutilados o
ciegos por los ataques con explosivos son desgarradores y sólo un miserable
podría regocijarse con la suerte que padecen. Dramas similares soportan los
guerrilleros mutilados por la metralla y que esperan en una cárcel que sus
vidas se normalicen y vuelvan a juntarse con los suyos, con la tierra, con
las sementeras y los animales del huerto.
A los victimarios de mi padre quiero decirles que llevo mucho tiempo
preparándome para perdonarlos, dijo un joven caribeño en un foro de víctimas
en el exterior. Su padre, un militante de izquierda, fue baleado un 31 de
diciembre en La Guajira. Mientras las mujeres le echaban una mirada a la
olla para ver cómo iba el sancocho, había alguno por allí alistando la
pistola 9 mm para arruinar la fiesta. Y lo consiguió. Dejó a las mujeres
llorando y al niño huérfano. Un crio de nueve años.
Colombia es una sociedad violenta desde que nació como república. Hay
analistas que tienen la cabeza puesta en Dinamarca, por ejemplo, y se
olvidan de lo ardiente que es la tierra colombiana y proponen salidas
imposibles para una guerra que ya no tiene ni pies ni cabeza. Hagamos la paz
a lo criollo, me dijo un excoronel del Ejército que recaba documentación
para reconstruir la memoria de los militares caídos en esta guerra. Así es,
le dije, entre colombianos. Cerrar bien ese dilatado capítulo de violencia y
ver cómo abrimos otro bajo un listón de valores diferente, sano.
Sigo en Portbou. Con la lengua sangrante. Le pregunto a una mujer por el
puesto de salud y me explica que queda a una cuadra. Me dirijo hacía allí.
No hay nadie salvo una dependiente y una médica joven. Les pasó mi carné de
salud pública y les explico. La médica me pone un líquido sobre la lengua y
presiona con una gasa sobre el corte. Nada. No hay manera de parar la
sangre. Me dice que va a ordenar una ambulancia para que me lleve hasta el
hospital de Llança y puedan allí suturarme la herida. No, le dije, ya veré
como me las arreglo. Salí de allí a curarme la herida a lo colombiano.

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